Como en muchas otras áreas de la vida cotidiana, las comidas son una actividad en la que los niños pequeños empiezan muy pronto a ejercer su deseo de independencia. No les cuesta mucho desentrañar lo obvio: no puedes obligarles a comer. Poco después de descubrir esto, se dan cuenta de que la comida es una de las cosas que más preocupa a sus padres. Es comprensible que los padres se preocupen por la alimentación de sus hijos. Desde ese primer llanto de hambre del recién nacido, sabrás que dar de comer a tu hijo a intervalos periódicos es esencial para su desarrollo y su crecimiento. Y no sólo lo sabrás, sino que también lo sentirás.
En las primeras semanas y los primeros meses, la hora de la comida será un momento de especial proximidad. A menudo es cuando el vínculo emocional entre madre e hijo se intensifica y se refuerza. Más adelante, si tu hijo actúa de forma extraña en las horas de las comidas o rechaza la comida que le has dado, lo más seguro es que te cueste ser paciente y objetivo. Dar de comer a un hijo es una cuestión emocional desde el principio.
Si estableces normas, rutinas y límites, puedes empezar a restar emotividad a la situación, de forma que las horas de las comidas vuelvan a ser algo agradable. Cuando el niño es pequeño y durante bastante tiempo después, es responsabilidad tuya tanto enseñarle a comer como ofrecerle la comida adecuada. Después de todo, ningún padre le da a un hijo un dulce por error.
Somete a tu hijo a una dieta nutritiva adecuada desde el principio. Conviértelo en una forma de vida.
Una alimentación variada y equilibrada es necesaria para que se desarrollen las capacidades cognitivas superiores: el lenguaje, el pensamiento, la memoria... la alimentación sana facilita el desarrollo intelectual del niño a través de la percepción sensorial, lo que aumenta su capacidad de memorizar y sobre todo, de pensar y razonar.
La
alimentación contribuye al dominio motor y a la coordinación del cuerpo, la
boca y las manos en todas las complejas acciones que requiere el hecho de
alimentarse. Con el mero acto de tragar, el niño ejercita los músculos de la
boca y la garganta, importantes para el desarrollo tanto de la alimentación
como del habla.
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